domingo, 12 de diciembre de 2010

El fotógrafo de Mond.


 Relato para un concurso que nunca fue.


El fotógrafo de Mond.

Era fotógrafo. Su mayor ingreso consistía en bautismos y fiestas de niños, aunque su amor por la fotografía se debía a su lado artístico. Captar cosas que pasarían desapercibidas para el ojo humano, inexistentes para el corazón, capturas simples con profundidad infinita, ese era su sueño. Pero el futuro le deparaba algo más siniestro, algo que ni siquiera se atrevió a imaginar.

Todo comenzó una noche ventosa de abril, dando un paseo con su cámara en busca de un momento único para retratar. Vio que la puerta del cementerio estaba levemente abierta. La luz intensa de la luna caía sobre las estatuas de ángeles regalándoles un aura hermosa. Cautivado por la oscura belleza del cementerio se coló por la reja entreabierta.

Fotografió ángeles y vírgenes, perfectas esculturas atrapadas en su momento a solas con la muerte, el mármol frío que cortaba la calidez de las caras pacíficas de las estatuas, como si delataran algo más detrás de sus gestos apacibles.

El tiempo pasó rápidamente. La noche fue cerrándose y el viento se calmó casi totalmente. Perdió el sentido del tiempo viendo todo a través de su lente.
Sus ojos se toparon con un cartel y la curiosidad fue un poco más lejos. ¿Habría algo realmente allí? ¿Sería posible que en ese mismo momento un cuerpo estuviera sobre la mesa de la morgue? 

Encontró una piedra grande y fuerte entre uno de los canteros que bordeaba las tumbas y con un par de golpes secos rompió el candado que mantenía la puerta de la morgue encadenada. Estaba adentro.

La oscuridad era por poco tangible. Tanteando a su derecha encontró el interruptor. El olor a muerte estaba allí como una presencia, estaba seguro que allí habría un cuerpo y tenía razón. Había una mesa de acero ubicada en el centro de la habitación, sobre la mesa se extendía una sábana otrora blanca, manchada en algunos lugares y rasgada en varios puntos, debajo de la sábana había algo, se adivinaba la figura de un cuerpo.

Una oleada de temor pasó por su cabeza velozmente, tal vez por primera y última vez en su vida. Sus manos temblaban confundiéndose con nerviosismo o miedo, pero en realidad denotaban excitación. Su respiración agitada era ahogada por el sonido del flash de la cámara, que en el silencio espectral del cementerio se hacía ensordecedor. Ninguna estatua contenía esa belleza, ningún paisaje esa grandeza, ninguna sensación tal magnitud. Eso era la muerte y le fascinaba.

Salió del cementerio con su cámara repleta de fotografías. Sus movimientos lo delataban culpable y su mirada satisfecho. Escondía su cámara bajo la chaqueta como un delincuente, su delito era sombrío.

Ese, señores, fue el principio de su, digamos, manía. De a poco fue rechazando trabajos en  cumpleaños, bodas y fiestas escolares. Lentamente su barba creció de manera considerable y dejó de ganar dinero. Los calendarios y relojes en su apartamento fueron sustituidos por perversas fotos de cuerpos sin vida, de pieles oliváceas y rostros sin gestos. La gente, aun sin saber sobre el oscuro hobby, dejó de saludarlo y acercársele por la calle. Su andar había cambiado y su alma se fue contaminando progresivamente. La muerte contagia cuando la frecuentas demasiado, y esto fue lo que pasó con el fotógrafo del Cementerio Mond. 

Su morbo lo enloqueció hasta la médula, el hambre y la soledad lo destruyeron. Aun años después que su cámara dejara de funcionar la cargaba con él con su correa roñosa alrededor del cuello. Raramente se le veía a la luz del día pero cuando el sol se ponía, tenía una cita con su amiga eterna.
Fingiendo sacar fotografías se quedaba horas mirando cuerpos sin vida en la morgue, murmurando palabras que nadie hubiese podido descifrar sin compartir su locura. Allí se quedaba hasta que consideraba la sesión finalizada. Luego se marchaba saltando las rejas o escabulléndose entre algún portón mal cerrado con la oscuridad como cómplice.

Era un pueblo pequeño, jamás nadie imaginó un espectáculo tan atroz como el que presenció Vladimir el sepulturero, la mañana del 13 de setiembre en la morgue del cementerio Mond. Vladimir abrió la puerta y se encontró con dos cadáveres. Uno sobre la camilla de metal, desnudo y con una gran “Y” cocida en su pecho, otro yacía sobre el suelo y con la cabeza destrozada. Un infierno de sangre salpicada decoraba las paredes, trozos de cuero cabelludo se adherían a algo parecido a una cámara fotográfica. El hombre era solo piel y huesos, las ropas flotaban sobre su cuerpo esquelético. Vladimir declaró luego que “el muerto de la mesa parecería más vivo que el pobre sujeto aquél en vida.”

Luego que la policía retirara las cintas de investigación, la señorita Mercedes tomaba su Kit de maquillaje para preparar el cuerpo de José Vidal González (el cadáver de la mesa) para el velatorio.
Sacó una caja de algodón para darle forma a las mejillas, recurso que se utiliza cada vez para lograr firmeza y naturalidad en las facciones de un cadáver; prepararlos para su última aparición en público.

Abrió la boca del difunto con mucho esfuerzo y metió la mano enguantada dentro de la boca. Sus dedos se toparon con algo extraño, y mostrando inquietud tocó la consistencia gelatinosa de eso que no debía estar ahí. De a uno sacó los ojos del “morboso de Mond” y con un grito de histeria llamó la atención de todos en el cementerio. 

Una investigación más a fondo descubrió las huellas de José Vidal González en la cámara de la víctima. También se encontraron restos de sangre seca adherida a las plantas de los pies de Vidal. 

El asesino había sido descubierto indiscutiblemente, aunque desafiaba la razón. El caso fue cerrado luego de acudir a la casa de la víctima y descubrir su morboso pasatiempo fotográfico. Toda la historia había sido demasiado oscura para un pueblo pequeño y sin malas intenciones como Mond. Pasaron un par de semanas nada más, para que la gente dejara de hablar de ello. Hasta el día de hoy las puertas del cementerio son cerradas y aseguradas dos veces por la última persona que deja el recinto. Una patrulla policial hace guardia frente a la entrada, vigilando no tanto lo que pueda entrar, sino lo que pueda salir.

“El cráneo del Morboso de Mond estaba destrozado porque Vidal se sintió inquieto ante su mirada” decían algunas ancianas cuchicheando en el almacén. “Intentó comerle los ojos” le explicaba el policía de guardia al joven novato sentado a su izquierda dentro de la patrulla, en alguna madrugada fuera del cementerio.

Algunas cosas deben permanecer en el misterio y entre las sombras, la muerte es una de ellas, sabemos que está allí e incluso podemos observarla durante un rato y luego mirar a otro lado. La mayoría nos sentimos fascinados por una pizca de morbo, pero la muerte es como el sol, no debes fijar tu vista en ella por mucho tiempo porque sobre eso hay un mundo de misterios y dudas… y si intentas hondar demasiado alguien puede llegar a molestarse.

Fin.

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